Recientemente he recibido noticias dolorosas de gente cercana. Noticias de pérdidas irreparables, insustituibles. Pérdidas que llegan a destiempo, si es que hay un tiempo idóneo para aceptar una pérdida. Yo solo me acerco de lejos a ese dolor. La capacidad de empatizar, nos acerca al dolor ajeno y lo hace de manera sincera, cuando tú eres capaz de sostener tu propio dolor.
No es agradable de sentir la tristeza y el dolor del corazón, es ese sentimiento que sabes cognitivamente desde tu mente, pero que no es fácil dejarte sentir con toda la piel, con toda el alma.
Mindfulness nos enseña a sostener el dolor propio y ajeno. Nos entrenamos desde esta disciplina que nos ofrece una forma de estar en el mundo más auténtica, más humana, para poder acercarnos de frente a cualquier sentimiento, a cualquier emoción.
Sabemos a medida que vamos creciendo que el dolor está ahí. Lo hace en forma de enfermedad, de envejecimiento y de muerte. Nadie puede escapar de ello, porque nadie puede escapar de la Vida.
Vivir consciente, elegir vivir sin negaciones, aunque muchas veces quieras anestesiarte con cualquier distracción, o mirar para otro lado, maquillarte y decir que no pasa nada, que todo está bien, es vivir también lo que duele.
La vida consciente no es selectiva. Aceptamos vivirlo todo, dejarnos sentir todo, las alegrías y las tristezas. Lo hacemos desde la conciencia de nuestra humanidad compartida, conscientes de que todo forma parte del Ser humano que somos y vivir ajenos a ello, no es más que una manera de engañarnos que al final te atrapa.
Cuando tomas esta decisión conscientemente, la vida, cada instante de ella, cobra sentido. Empiezas a estar más presente en cada momento, porque sabes, que esto es lo único que tenemos, momentos para vivir con fecha de caducidad. Nos entrenamos para dar la bienvenida a todas las emociones y aprendemos a hacerlo sin identificarnos con ellas. De esta manera, podemos sentir el dolor, sostenerlo cuando llega, mantenernos cerca de él, aprender de todo lo que nos cuenta y desde ahí, dejarlo marchar para no perder la conciencia del aire fresco que queda tras la lluvia de verano y de ese olor a hierba mojada que llega a las fosas nasales, a la vez que conectas con la sonrisa de una amiga que te quiere.